domingo, agosto 13, 2006

Kantando historias de los ancestros, con los primos del Ejido, en Isla Tiburón. Kanto del Klan Mantarraya/RedBlackFish-Neldo's Song:


3. El abuelo paurake y a.b. nicte-ha, eslabón(es) vintage. Traducción del canto del video, por alguna hestrella del exágono (sólo clanes totémikos de Cadereyta, como las Flechas del Poniente, pudieron haber escrito lo siguiente)

“La construcción del templo nos llevará el tiempo en que la tierra da una vuelta al sol” —dijo Paurake, el sabio arquitecto del pasado que había ideado La Isla y levantado la misma en algún punto del cielo, donde se quedó desde entonces. La hazaña había costado al ya artista antiguo una observación prolija y detallada de la dinámica de los pájaros; sobre todo de uno de los más fugaces: la mantarraya.
A.B. Nicte-Ha, que era el único alumno que había tomado de la reciente generación —poco antes de que anunciara su próximo retiro de la docencia— era bastante aguzado, y advirtió a Paurake que la isla no giraba con el resto de la tierra, no seguía la ruta de el sol, estrella lejana de la que se pronosticaba ya por ese entonces.
Pero el aprendiz no adivinó que el tiempo ocurriría en la propia construcción. Así, el mayor sacó una tiza blanca y trazó la primera de las cuatro torres sobre la madera en que solía diseñar lo que más tarde tomaría realidad. Sobre esta torre dibujó una estrella de cierzo. La madera en que Paurake planeaba el sitio en que serían realizados los integrantes de la brújula no cesó de llenarse de nieve por un periodo, como la cuarta parte —al final se llevó la contabilidad— de lo que ocupó en total el proyecto.
La nieve cesó el día que Paurake, ayudado de una tiza verde, hizo levantar la segunda torre sobre una flor. “Pero, maestro, ¿qué flor es ésta, tan mágica?”, A.B. se inquietó con maravilla, que siempre quería saber más, y todo. Desde que Paurake le respondió que esa flor era, categóricamente la flor —como si no existiese una más o distinta—, la colorida variedad pobló la madera del plano, y también el profuso sonido de cuantos animales emitiesen el propio, como si de flores sonorosas se tratase.
Un día, el joven A.B. recordó también a la luna; dijo que si el proyecto del templo se tratase de la luna, ésta se encontraría en su plena mitad de luz, en su plena mitad de sombra. Paurake sólo esperaba un comentario del aprendiz para continuar, y le cayó justo. Aquel amanecer el viejo había madrugado; mientras A.B. dormía, él había trazado ya la tercera torre, un poco decepcionado de la pereza del aprendiz por manifestar detalle o reflexión, un poco inquieto el viejo ya por continuar.
Alegre por el sagaz comentario del muchacho, aunque lo disimulara siempre, Paurake supo de inmediato con qué coronar la más nueva de las trazadas torres. Casi al borde de la madera, cerca del espacio que había dejado a propósito para pensar una nueva altura en el cielo, la mano rugosa pero firme de Paurake ciñó con la tiza roja un puñado de papalotes a la tercera torre. Ni Paurake mismo supo por qué lo hizo; en el fondo, agradecía la ocurrencia al muchacho.
Todo ese tiempo los papalotes, que coincidían con cada rayo de un sol con el que el adjetivó “espléndido” empezó a sonar en La Isla, mantenían combada, por ejemplo, la tarde, con cada rayo de sol, el cual ora se tendía en actitud de arco ora se preparaba tan flexible para que la noche, en lugar de luz, tuviera la intensidad fresca del agua.
La noche en que la tabla casi completa de Paurake se llenó del sonido triste —para algunos— de campanas, la luna que había citado A.B. debió entrar en su cuarto menguante. Sin embargo, el acontecimiento se recordó como la fundación de la cuarta torre, que era propiamente un campanario, y en la que el arquitecto del pasado invirtió lo que quedaba de su tiza azul.
A.B., que se caracterizó mucho después por definir la existencia de las cosas que están sucediendo antes de que cumpliesen su cabal consumación, apuntó a la sazón en su bitácora el sustantivo “otoño”. Antes, en ese mismo momento —es decir, cuando era A.B. también era joven— reprochó a Thamar la idea de las campanas, que le parecía triste; acusaba su sonido de alarmante y, más allá de eso, cuestionó la practicidad del inmueble.
“Las alarmas son bandera de las tragedias; aquí sólo pasa que ocurre la eternidad: las campanas lo anuncian cuando se acuerdan”. Que y eso qué, replicó A.B. Aunque el mayor explicó a su discípulo que éstas avisaban el turno de la siguiente torre por figurar, el aprendiz no quedó satisfecho; le parecía absurdo cantar lo inevitable, si eso llegaría de todos modos. Paurake sonrió, comprensivo; confiaba en que la astucia del muchacho llegaría alguna vez y entonces sabría que todo ese tiempo habían trabajado, juntos, en lo inevitable: que ellos lo hicieron así, y que no pudo ser de otra forma.
Cediendo más paciencia, el descubridor que tenía fama de inventor se dedicó a tranquilizar al muchacho con otro tipo de explicaciones, ya no tan precisas —en verdad, A.B. aún no quería la precisión— pero sí encantadoras. De ese modo, y señalando las palomas que se posaban en la última torre, le dijo al muchacho: “Mira, las campanas son un imán de palomas y, la música de las campanas —dibujó que las hizo sonar, y sonaron— una rampa de palomas". Y las palomas volaron con el batir de campanas.
El sabio Paurake dio algunas justificaciones más, sobre todo con el escándalo que provocó en A.B. la caída de las hojas, tan adepto como era a la ascensión de las olas; a saber, que el verde de las hojas es tan vivo que pesa y, con lo de la cuarta torre, las ramas descansan. “Los huesos, alguna vez, necesitan tocar desnudos la paz quieta del aire”, Paurake expresó antes de salir del taller; se había entregado al trabajo el tiempo en que la tierra, allá, dio una vuelta al sol; por primera vez después de tanto tiempo, volvió a los días de afuera. Cuando lo vieron caminar por una senda de hojas amarillas que alborotaba el viento, a los más pesimistas les dio por cuchichear que aquella noche Paurake pensó en la muerte; lo alucinaban sobre todo porque al antiguo arquitecto no se le volvió a ver más.
Pero Paurake —esto lo contó A.B. cuando ya era el arquitecto de La Isla, el diseñador de las rotaciones y los switch bipolares: su turno había llegado— jamás había utilizado la palabra irse, ni los que ello significase; siempre jugaba con las formas del verbo volver, incluso cuando partía hacia lugares en los que, era seguro, nunca había estado.
Sí, Paurake volvió, y a donde volvió era muy lejos de La Isla; tanto, que nadie de esa isla sabía nada de este remoto lugar. A pesar de eso, los pocos que creyeron en que, a lo largo de su estancia en La Isla, Paurake se dio tiempo para estudiar la dinámica de las islas y convertir a alguna de las aves que tanto amaba —por ejemplo, una mantarraya— en un sitio hermoso en las inmediaciones del mar: estaban en lo cierto.
Entre los pocos que lo creyeron, casi desde el principio —mucho tiempo después se supo— fue A.B. Nicte-Ha: el artista actual. Sirva este mensaje redactado desde el animal que se comporta como isla y no deja ser hermoso —y amado— para felicitar al arquitecto contemporáneo de hoy en día.
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[1] “La arquitectura del aprendizaje —a manera de Introducción”, de El pequeño atlas de las ínsulas animadas.

tomado de:
http://autistasymutantes.blogspot.com/2006/02/3-paurake-y-ab-nicte-ha-eslabnes.html, 22-VIII-06